No se si se debe a que en noviembre se supone que todo el mundo ya debe tener su pasaporte renovado para poder viajar, a que seguimos en época de vacaciones, o a que el karma de las filas me persigue, pero les puedo asegurar que renovar el pasaporte se convirtió en un pequeño suplicio de 4 horas.
Arribé con el afán de quien toma la decisión de realizar un trámite administrativo mamón, "Es ahora o nunca", nos decimos a nosotros mismos para darnos ánimos, y es que en realidad, si dejáramos todo para mañana (como lo hemos venido haciendo), mañana estará igual, así que mejor salir de eso.
Llegué a las 12:30, pasó una hora en fila para que me entregarán el turno, y cuando miré ilusionada mi número resultó ser 300 turnos adelante del que se encontraba en la pantalla.
La desilusión se revuelve con hambre, con solicitudes de trabajo, así que en vez de salir a comer y enfrentarme a una lluvia lúgubre que parece solo cubre el edificio del consulado, decidí sentarme al lado de una toma y comenzar a trabajar.
La distracción funcionó a la perfección la primera hora y media, ahora, pasado ese tiempo comienzo a dudar, no quiero levantarme a comer, estoy cómoda en mi silla, pero no tan cómoda como para olvidar que estoy esperando. Aún me quedan 140 turnos.
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